
Porque la información no puede circular a distancia ya que el teléfono celular se convirtió, por estas horas y créase o no, en un objeto casi inútil. No hay señal, comunicarse por redes es casi imposible y por llamado tradicional es excepcional. Mientras tanto las líneas de carga de batería se desploman en la pantalla y la chance de enchufarlo para darle sobrevivida se limita a unas pocas estaciones de servicios con generador propio.
Hay una maraña de cables en cada enchufe activo porque todo Bahía Blanca está sin energía eléctrica desde las 8. Así parece que continuará durante la madrugada, para evitar riesgos. El móvil no solo es conectividad: esta vez también, quizás, sea la única o principal fuente de iluminación que puedan tener para pasar la noche.
Así lo usó Micaela Perea, en cercanías de Napostá, la zona más baja y por ende más crítica, con hasta metro y medio de agua en el interior de las viviendas. De madrugada se tuvo que subir a una silla para tener en brazos a Luz, su bebé de cinco meses, y amamantarla mientras la inundación no se detenía. “Parada en el piso me mojaba hasta el mentón”, cuenta a LA NACION, ahora ya sentada en una esquina, cuando a media tarde ya ha parado de llover y su esposo, Germán Blanco, tiene a mano una única muda de ropa de la beba que pudo rescatar seca en pleno escape. “Nos sacaron sentados en la pala de una máquina excavadora”, relata.
Con ella vive Marisa Azpilicueta, recién operada del fémur y “sobreviviente”, como se reconoce luego de convivir con una casa convertida en una piscina, en Sarmiento al 600. “Mi mamá de 83 años se la bancó”, dice de quien pudo ser retirada por otro hijo. “Salvé los tres celulares nuestros dentro de una riñonera y agarré ropa seca que estaba arriba del placard”, apuntó.
Los mayores se han llevado la peor parte. En ese bajo de Napostá hay un hogar de ancianos. Ha quedado en la zona más profunda y hasta allí llegan rescatistas, expertos y también los improvisados en la emergencia, todos unidos para sacar abuelos y familias. A un hombre de casi 90 años lo traen en la cabina de una máquina vial y tras salir de una zona con casi metro y medio de agua lo acomodan en su silla de ruedas, para llevarlo a un lugar seco y abrigado.
“¿Los abuelos del hogar están todos bien?, tengo al mío ahí y no sé nada de él”, preguntan dos chicas jóvenes a un policía, que les reclama que ni intenten avanzar por el agua, casi tibia y siempre en movimiento, que baña hasta los tobillos pero unos metros más adelante ya se estanca y se filtra por las ventanillas a los autos estacionados, aun cuando parece que el escenario general tiende a mejorar.
Ezequiel Iraola pisa por primera vez pavimento sin agua, con sus dos perros a los que en plena madrugada tuvo que subir a un altillo para tenerlos a salvo. Desde entonces hasta las 18, que por fin se decidió a salir. “Perdí todo, todo”, le cuenta a cuatro amigos que se cruza en el camino. Y les enumera: “lavarropas, heladera, computadora, todo bajo el agua me quedó”, les cuenta y luego repite a LA NACION. “Anduve con el agua todo el día hasta acá”, dice y se señala casi las clavículas.
El escenario en toda esa zona es dramático. Porque es una laguna sin fin ese conjunto de calles, a unas ocho cuadras del microcentro. La pala mecánica hace otro viaje y delante de la cabina, afuera, trae a una nena de unos 6 años, envuelta en una frazada y sonriente, entretenida por un oficial de policía que al menos por un momento intenta convertir en una experiencia divertida y novedosa una situación que derrama tanto sufrimiento en esta comunidad como agua se ha acumulado y ahora escurre por sus calles, desagües y canales.
Esa sensación se respira frente a cada casa inundada, siempre y cuando hayan tenido la oportunidad de ver bajar el agua y empezar a descubrir el caudal de daño sufrido. Hay resignación frente a una naturaleza que, si bien hubo aviso con parte meteorológico a última hora de anoche, sorprendió con una potencia inédita en sus precipitaciones. Única en la historia de esta ciudad.
Alicia Jiménez y Fernando Morán están al frente del Centro Integral de Kinesiología (CIK), en una esquina, a metros de las vías. “No nos quedó nada, perdimos todo”, explican a LA NACION y señalan el interior del consultorio donde la dimensión de la inundación quedó marcada con una prolija marca, a más de 1,30 metros, sobre las paredes blancas. “Hasta ahí llegó”, señalan, ahora con agua solo en las veredas.
Adentro quedaron, en su mayoría fuera de servicio y en gran medida candidatos al descarte, equipamientos de rehabilitación que utilizan con sus pacientes. “No tuvimos margen para hacer nada, era de madrugada y en nuestras casas también había agua”, explicaron mientras veían a sus vecinos sacar agua de sus viviendas, de cara a veredas donde tenían autos apilados, unos sobre otros, arrastrados por la correntada.
Algo así se veía en Avenida Cabrera, una zona donde predominan concesionarias y, del otro lado de la calle, varios hipermercados. Una firma que representa a Volkswagen no tuvo margen de tiempo y maniobra alguno para rescatar a más de 30 camionetas y autos que estaban en exhibición al aire libre, frente al local y casi un metro y medio por debajo del nivel de pavimento. Esa zona se convirtió en un arroyo de curso rápido y, por sobre todo, potente. Tanto como para llevarse un VW Polo blanco y dejarlo clavado de punta, trabado contra un puente. Imagen que será postal histórica de semejante desastre que vive Bahía Blanca.
Y que mientras continúa el rescate, se topa con la noche y sin servicio eléctrico. Los faros de los automotores son la única fuente de iluminación en vía pública. La red de alumbrado tiene obligado descanso y algunos reflectores, con apoyo de equipos generadores portátiles, se desplegaban en las zonas donde los rescatistas asistían a familias.
La noche a oscuridad absoluta suma drama. Los que aun andan con agua en el interior tampoco quieren abandonar sus casas. El temor a robos siempre está latente, y más en este contexto. Quedarse a vigilar no es opción sino que se toma casi como obligación. Varios ya vivieron la experiencia con aquel trágico temporal de viento del 16 de diciembre de 2023, que dejó 13 muertos. Pero nadie quiere acostumbrarse a esta convivencia a repetición con la catástrofe.
Fuente: La Nación